Por Margarita Vicente
Nací en un batey llamado «El 80». Ahí me crié, donde el amanecer era muy hermoso, en la mañana se escuchaban los gallos cantar cu-cu-ru-cu. En el batey todo era difícil, allí se vivía con muchas necesidades. Desde pequeña veía a mi padre trabajar mucho. Él se levantaba desde muy temprano, a las cuatro de la mañana todos los días a carretear para poder traer algo a la casa para que –por lo menos– pudiéramos comer mis hermanos y yo. Él se esforzaba mucho para poder sacarnos hacia adelante a mis cuatro hermanos y a mí. Era doloroso ver cómo mi padre se esforzaba para que tuviéramos una mejor vida.
Él siempre se preocupaba para que tuviéramos una vidadigna, desde pequeños nos inscribió en la escuela, se preocupaba por que tuviéramos una buena educación. Fui inscrita por mi padre en la escuelita del batey a la edad de cinco años. Allí estudié hasta cuarto de la primaria. Cuando pasé a quinto, a los nueve años, tuve que ir a estudiar al municipio de Guaymate donde tenía que caminar, aproximadamente, 6 kilómetros diarios. No era fácil caminar todos los días, era duro tener que salir a las 12 del mediodía caminando para llegar a la casa con hambre. A veces llegaba y la comida ni siquiera estaba lista.
La primera semana, cuando pasé a quinto, me sentía contenta y con mucho ánimo, no me importaba caminar. Pero, dos semanas después, me sentía cansada y lloraba cuando tenía que levantarme a las 6:00 a.m. para prepararme para ir a la escuela. Le decía a mi mamá: «No quiero ir… me siento cansada de tanto caminar». Ella me decía: «Tienes que ir, tu papá va a jugar un san para comprar un motorcito para que tu hermano te lleve, pero– mientras– tendrás que irte caminando con los demás muchachos».
La vida en el batey no era fácil, pero –por lo menos– tenía la oportunidad de ir a la escuela. Mis padres, a pesar de lo mucho que tenían que trabajar, siempre se preocupaban por nuestra educación. A los 17 años terminé el bachillerato, me gradué. Me sentía muy contenta porque valió la pena caminar tanto a pie y también porque ya no seguiría andando a pie. Poco a poco a mi papá le va mejor (cuando le entregan la pensión), aunque no era mucho, pero servía para algo con lo de la pensión y él seguía trabajando, pero un trabajo menos forzado que el de carretero. Él decide que yo continúe mis estudios un año después de mi graduación. Quiere que yo me inscriba en la universidad para que yo pueda tener una mejor vida y pueda superarme.
Decido inscribirme, pero todavía no tengo la cédula. Cuando voy a la Junta39 a sacar el [acta] para fines de cédula, en la recepción entrego mi acta, me buscan en el libro, lo miran, luego me dicen: «Tú tienes que llevar un proceso porque no le están dando cédula a los hijos de extranjeros». Me sentí muy mal, cada día la situación empeoraba, pasaban los años y no se resolvía nada. Me seguían negando mis documentos. Pánico. Me sentía impotente porque, a pesar de tener mi acta de nacimiento, me estaban negando mis derechos. Y no podía hacer nada. Por la negación de mi cédula no puedo inscribirme en la universidad.
Pasaba el tiempo y no resolvía nada, hasta que un día –por fin– en la JCE deciden tomarme la foto a mí y a los que tenían esa misma situación. Pero el problema no había terminado ahí porque, después de tomarme la foto para la cédula, a los dos años es que me entregan mi cédula. Después que me entregan mi cédula, de inmediato me inscribo en la universidad para estudiar Educación mención Ciencias Sociales. Mi padre me ayudaba con los gastos de la universidad. Un año después de estar en la universidad conseguí trabajo en un colegio como ayudante de maestra (en la tarde). Mi mayor deseo es convertirme en una excelente profesional.