Por: Elena Lorac
Hace diez años, estaba en las instalaciones del Centro Montalvo, el día que se publicó el fallo emitido por el Tribunal Constitucional, la sentencia 168-13 en contra de Juliana Deguis, que desnacionalizaba a más de 200,000 personas, dominicanas de ascendencia haitiana al igual que ella.
Recuerdo que tenía que ir a la UASD en ese momento. Pude entrar a la universidad a estudiar, pero no tenía cédula y necesitaba un fallo favorable para poder ir al otro día de inmediato a buscar mis documentos de identidad y así poder regularizar mi permanencia en el plantel universitario. Pero no fue así.
Aquella tarde se oscureció, de repente no podía ver nada. Al escuchar lo que debatía la abogada y las personas que tenían más conocimientos legales, no podía entender y me costaba imaginar cuán difícil sería la situación que vendría. La prensa se hizo eco de aquella noticia. Para mí fue un momento crucial y para cada dominicana y dominicano de ascendencia haitiana.
Me imaginaba que si me trataban como extranjera, ¿a dónde iría yo? No tenía vínculos con Haití y a duras penas hablaba el idioma. Se concentraron en ese momento décadas de injusticias, mentiras, doble moral, se exacerbaron los discursos de odio, mientras también resistíamos otros en defensa de nuestros derechos. Hoy cuando vemos hileras de tanques de guerra ir a la frontera en contra de un pueblo que solo necesita agua, recordamos cómo a las personas dominicanas de ascendencia haitiana se nos ha pretendido negar durante diez años la documentación, que también es vida para el que no la tiene.
Muchas de las personas que nos acompañaron en ese tiempo nos decían: “Esto va a pasar, habrá una solución”. No pensaban que a diez años de la sentencia sus efectos se habrían consolidado, como ha ocurrido. La cruel sentencia violentó la constitución y dividió la historia de la discriminación y la opresión en un antes y un después en la República Dominicana. Se impuso para validar todo un sistema de opresión, de un racismo sistémico, que pretende mantener a las personas haitianas y dominicanas de ascendencia haitiana privadas de cualquier derecho político, económico y social, pese a que la República Dominicana mantiene una deuda con Haití, no solo por la abolición de la esclavitud en 1822 o el apoyo a la Restauración de la Independencia en 1865, sino por toda la riqueza creada por la clase trabajadora inmigrante haitiana durante el siglo XX y sus aportes y los de su descendencia en materia cultural, deportiva, artística e intelectual.
Hoy se cumplen 10 años de esa nefasta sentencia, que vino a validar todas las prácticas administrativas racistas de la JCE y violadoras de los derechos fundamentales de las personas dominicanas de ascendencia haitiana, así como décadas de racismo de Estado, incluyendo la masacre racista de 1937, y el trabajo forzoso que persiste hoy en la industria azucarera, la construcción y otros sectores de nuestra economía.
Hoy quisiera estar hablando de bienestar, de avances hacia la justicia social y el desarrollo humano, en vez de estar hablando de las realidades que vivimos y sufrimos las comunidades dominicanas de ascendencia haitiana en nuestro país. Quisiera estar hablando de los aportes de las personas dominicanas afrodescendientes a nuestro desarrollo nacional y nuestra participación política independiente. Pero se nos ha negado esa posibilidad.
Hoy a 10 años de la sentencia, en vez de nuestro país avanzar en materia de Derechos Humanos, en garantizar derechos democráticos, estamos en una era de retroceso. El llamado “cambio” del actual gobierno solo ha servido para empeorar las realidades que enfrenta la población negra, para seguir cortándoles las alas a miles de jóvenes que tienen sueños de estudiar, ir a la universidad, trabajar, declarar a sus hijos e hijas, de casarse y hasta lo más simple, poder comprar un chip para un teléfono celular. Jóvenes deportistas que han tenido oportunidades de ser firmados e ir a representar a nuestro país en tierras extranjeras, jóvenes que sueñan con ser médicos, abogados, para contribuir a construir un país diferente, son aplastados por un Estado racista que les niega sus derechos y los mantiene en la apatridia.
El “cambio” ha sido retroceso, ilegalidad, arbitrariedad. Detenciones y expulsiones arbitrarias de jóvenes nacido en el territorio nacional, negación de atención médica y educación, todo bajo un falso discurso de defensa de la soberanía. Cortarle las alas a miles de jóvenes es cortarle las alas a las posibilidades de que la población negra joven alcance su desarrollo humano integral. Hoy son 10 años de una sentencia racista, luego serán 20, 30, 40, y llegaremos a la vejez: ¿qué va a pasar con una sociedad en el cual se discrimina sistemáticamente a una parte de la población en base a ideologías racistas?
Hoy hago un llamado al Estado dominicano a través de su gobierno a que vuelva a la legalidad, para que la apatridia no continúe siendo un tema de discusión en pleno siglo XXI en nuestra República Dominicana. Que los jóvenes dominicanos de ascendencia haitiana, que hemos estado durante décadas resistiendo y luchando por una solución real y efectiva que restablezca nuestros derechos fundamentales, podamos gozar de los mismos derechos que el resto de la población, y que el Estado dominicano pueda brindar una reparación, no solamente restableciendo la nacionalidad y emitiendo una cédula de identidad para todas las personas dominicanas sin discriminación, sino sobre todo reconociendo que históricamente nos ha oprimido, perseguido, expulsado, masacrado y explotado, y que estos crímenes racistas del Estado dominicano nunca más deben repetirse.