En Cojobal de Sabana Grande de Boyá, entre cañas y carreteras rocosas (sin energía eléctrica y con falta de agua potable) nací, me crié y aún vivo allí, una vida muy dolorosa entre pobreza y, a veces, alegría.
Yo era de tres años de edad cuando mi madre se separó de mi papá, dejando a mi hermanito Luis y a mí con mi papá. Él nos crió solo, sin ayuda de una madre ni de una madrastra. Nosotros íbamos con él al trabajo, ya que él era picador de cañas. Nos dejaba con las cocineras que cocinaban en los cortes de caña. Nosotros teníamos que madrugar todos los días a las cuatro de la mañana para ir con él al trabajo. Los únicos días que no teníamos que madrugar eran los domingos. Ese día era cuando más dormíamos porque estábamos cansados y estropeados de esas carretas con gomas «de llantas» [sic]. ¡Fueron tantas las veces que mi hermano y yo nos dormíamos sin bañarnos y sin cenar!
Los domingos él nos llevaba para el río a lavar las ropas y bañarnos bien, lavarme el pelo, recortar a mi hermanito (si él tenía mucho pelo, si no, no). Estas tardes de los domingos, él buscaba a alguna joven para que me peinara y si no encontraba a alguien, él mismo me hacía unos turutuyos en el pelo. Eran muy pocas veces las que jugué con mis muñecas porque no había tiempo para hacerlo. Otras veces, él nos dejaba con algunas señoras mayores de la comunidad, a veces nos recibían un tanto molestas. En varias ocasiones oí decir de boca de ellas que nosotros teníamos nuestra madre, que por qué él no nos dejaba con ella.
Cuando yo cumplí mis cinco años de edad, mi papá me inscribió en la escuela Josefa Perdomo, donde hice mis cursos de Primaria. Yo iba sin peinar, sucia y –aparte de eso– también tenía que hacerme cargo de mi hermano en la escuela. En una ocasión, la directora me preguntó por mi madre, que por qué yo venía en esa condición a la escuela. Yo le decía que no tenía mamá, siempre con lágrimas en los ojos, apenada y con un nudo en la garganta.
Recuerdo que un día una señora que vendía pan con chocolate en los cortes de caña me brindó un pan. Ella lo dividió en dos pedazos: me dio la mitad y, la otra mitad, a mi hermanito Luis. Yo le dije que no quería porque mi papá nos dijo que no comiéramos en mano de gente extraña y mi madrina me contestó: «no diga’ eso mi hija, ella es tu mamá, cógelo». Y ni me lo comí: se lo dejé a mi papá para que lo viera. Cuando él llegó, me preguntó que quién nos dio eso, y yo le dije que fue una mujer negra que pasó vendiendo pan con chocolate. Entonces, mi madrina le dijo a mi papá que [la señora] era mi mamá. Y él me dijo que sí lo podíamos comer, pero ella se fue sin darnos una explicación de que si era [su mamá] o si no.
Una tarde mi papá la llamó para hablar con ella acerca de nosotros, para que lavara nuestro uniforme y me peinara. Ella le dijo a él que busque a una mujer que nos lave y nos peine porque ella no tenía por qué hacerlo. Entonces mi papá le dijo: «¿qué clase de madre eres tú?». Ella le contestó que ella era: «como la guinea, ella muere por huevo y no por hijos». Pero, a pesar de esto, yo no la veía como mi mamá. Ya cuando tuve siete años de edad fue cuando, en realidad, la fui aceptando como mi mamá. También descubrí que tenía dos hermanos y una hermana mayor que yo.
Yo iba a jugar a casa de ella con mis hermanos cuando ella no estaba. Desde que ella venía, yo me iba de su casa. Cuando niña no tuve una buena relación con mi madre, sino hasta los 16 años que tuve a mi primera niña y ella fue a ayudarme. Fue muy duro para mí saber que la señora que vivía justo al frente, era mi madre… cuando yo creía que no tenía una madre.
Mientras mi hermano y yo esperábamos en los cortes de caña, mi papá nos preparaba una casita de cuatro palitos techados con hojas de cañas seca y ramos de guayaba. Allí pasábamos el día durmiendo y comiendo. A veces él aprovechaba un momentico para «darnos la vuelta»[1] y ver si el sol nos estaba dando para cambiarnos de posición y nos hacía guarapo de caña con toronja. Así era casi siempre. Luego llegábamos a la casa y él nos hacía chocolate con galletica para cenar. A veces esta cena nos servía de desayuno, ya que nosotros nos quedábamos dormidos.
A la edad de ocho años fui aprendiendo a cocinar, miraba cómo lo hacía la vecina. También mi papá me enseñaba a freír huevos, a hervir guineos y a hacer chocolate. Yo crié a mis hermanitos más pequeños y a cuatro sobrinos que son hijos de mi hermana mayor por parte de padre. Los vecinos me decían que yo parecía una abuelita porque tenía mucho conocimiento y paciencia para bregar con tantos muchachos.
A la edad de nueve años sufrí un gran episodio que me marcó por el resto de mi vida. Un pariente de mi mamá, a quien conocí en casa de mi mamá, abusó de mí en varias ocasiones. Él entraba a mi casa cuando mi papá salía en la madrugada. Mi papá cerraba la puerta por fuera para que –cuando nosotros nos despertáramos– [pudiéramos] llamar a alguna vecina para que nos abriera la puerta. Entonces, el [hombre] aprovechaba para entrar y abusar de mí.
Yo pensaba que lo que él me hacía era algo bueno hasta que, un día –después de varios meses– él me confesó que no era pariente de mi mamá porque de serlo, él no me habría hecho lo que él me hizo. Pero no [fue] hasta los doce años que me fui dando cuenta de lo que él me había hecho. En mí creció un gran odio en contra de él, hasta intenté matarlo. En dos ocasiones intenté apuñalarlo con una tijera [sic], pero no pude. Algo me agarraba las manos.
Yo culpé a mi mamá por lo que me sucedió, ya que si ella me hubiese –por lo menos– prestado un poco de atención, tal vez no me pasa eso. Un día mi papá me preguntó que si alguien se ‘hubiera’ propasado conmigo, y yo le dije que no, porque tuve miedo de su carácter, pero siempre tuvo la sospecha de que algo me había sucedido. Hasta le preguntó a mi hermano que si alguien entraba a la casa cuando él salía. Él le dijo que no sabía. Hasta hoy día nunca me atreví a decirle a mi papá lo que me pasó.
Por causa de ese suceso tuve una gran depresión. Yo iba a la escuela, pero no prestaba atención en la clase. Siempre estaba sola, escondida, llorando. Quería morir, ya que mi vida no tenía sentido. Nada me hacía sonreír. Busqué refugio en un hombre casado y con hijos. Este noviazgo duró como un año. Mi papá estaba en contra de ese noviazgo, pero yo me sentía enamorada de él. También él me utilizó. Un día me preguntó: «¿quién te hizo mujer?». Sentí una puñalada con esa pregunta. No sabía qué decirle, hasta que terminé con él.
Después, en el 2006, me casé[2] con un señor de 33 años, el cual me llevó a vivir a Samaná, lejos de mi familia. Allí fui humillada, agredida verbalmente. Él aumentó mi dolor y mi depresión. Me hacía sentir poca cosa, ya que él era adinerado. Yo quedé embarazada de mi primera niña, y cuando lo supo, me llevó a vivir a casa de su mamá. Allí duré unos dos meses, no aguantaba más los insultos de la vieja y los reproches que ella me hacía por la comida que me daba. Además, ella me hizo saber que yo no era mujer para su hijo, que su hijo buscaba mujeres de la alta sociedad y yo era muy poca cosa para su hijo.
Me fui de aquel lugar llevándome únicamente mis ropas. Volví de nuevo a casa de mi padre con un embarazo y sin ayuda de mi ex. Tuve un embarazo difícil, pasé mucha hambre, casi la niña no se movía en mi vientre porque me la pasaba triste, llorando. En una ocasión, mi ginecóloga me dijo que la niña no se movía por mi estado de ánimo, que si estaba triste, ella también lo estaba. Decidí mejorar un poco mi estado de ánimo.
Meses más tarde, nació Rosanny, de cinco libras. Su papá nunca la buscó porque él esperaba que fuera varón y no solo eso, sino que cuando estuve embarazada, él la negó. Dijo que no era suya la niña, entonces tuve sola a mi niña. Él la vino a conocer cuando la niña tenía ocho años de edad.
Tres años más tarde tuve un novio, de quien quedé embarazada de mi segundo hijo. Él me pidió que abortara, mas yo no quise abortar. Pues me quedé otra vez con otro embarazo sin la ayuda y apoyo de un padre. En esos días, él me mandó a un señor para que me diera un té que provocara un aborto. Este señor me dijo que él no podía hacer eso porque si mi papá se enteraba lo podía hasta matar. Además, él me aconsejó que tuviera a mi hijo, que «los hombres no paren, sino las mujeres». Cuando él vio que por ninguna vía aborté, me mandó a decir –con quien tres años más tarde fue mi suegra–, que él no era el padre de esa barriga, que buscara el padre de ese niño.
Para mí esta fue una situación muy difícil porque pasé mucha hambre y necesidades. Incluso, cuando nació mi niño, yo no tenía ropita qué ponerle. Tenía que ponerle las ropitas que dejaba Rosanny, mi hija mayor. Cuando nació Adrián, fue un niño muy enfermoso.[3] Mi situación fue empeorando hasta que tuve que dejar a mi niño de cinco meses y mi niña con mi mamá para ir a la ciudad a trabajar en casa de familia.[4] En ese trabajo yo tenía que venir quincenalmente a mi casa. Cuando yo salí, dejé a mi niño de 22 libras y, al regresar, ya no conocía a mi niño de tan flaco que estaba. Yo no reconocía a mi hijo porque se enfermó de una infección intestinal. Hubo descuido en el manejo del alimento del niño, esto provocó que se enfermara.
A pesar de todas las experiencias dolorosas que me han tocado vivir, no quisiera que mi historia se repita en la vida de mis hijos. Por eso trato de que ellos estudien… para que ellos tengan, en un futuro, una vida mejor.https://acento.com.do/2018/actualidad/8562020-nos-cambio-la-vida-la-historia-una-rosa/