Por: Maribel Yan
En la República Dominicana la discriminación racial cada día va en aumento. Casi no se puede salir a las calles sin sufrir irrespeto por mi color de piel, mi nariz grande o por mi pelo crespo. Por tener esas cualidades me llaman haitiana, como si fuera un insulto.
Pero no se trata tan solo de comportamientos individuales motivados por los prejuicios y la ignorancia. Se trata de políticas de los gobiernos que convierten la discriminación en un crimen de Estado. Recuerdo que estando yo en la secundaria me pidieron un acta certificada para poder tomar las pruebas nacionales, fui a la junta central de San José de Los Llanos, la funcionaria que me pidió mi cédula luego de ver mi documento empezó a cuestionar mi ciudadanía. Yo no sabía qué hacer ni qué responder, no entendía lo que ocurría. Ella me preguntó acerca de mis padres, que cual de los dos era haitiano. Era mi primera experiencia de discriminación como dominicana de ascendencia haitiana. Estaba ajena a todo lo que estaba pasando en el país a raíz de esa política de persecución dictada por el Estado dominicano.
He sufrido por esta situación. Aunque logré terminar mi carrera no he podido ejercer mi oficio, no he podido encontrar un empleo según algunos empleadores. Algunos cuando ven mi currículo se sorprenden y me miran de arriba abajo como si les extrañara y pusieran en duda mis credenciales académicas por ser una mujer negra.
Tengo dos hijos. El mayor tiene 9 años de edad y está cursando el cuarto grado en la primaria. Ya sufre de discriminación por parte de sus compañeros de clase, maltratos físicos y verbales. Le dicen “haitiano”, que “viene de la frontera”, “negro feo”, “haitiano sonriente” o que “tiene que saber hablar creol” por ser “un negro que vive en un batey”. Su maestra también participa del acoso racista y a veces estas agresiones terminan a los golpes. Estas actitudes son alimentadas por los discursos que desde el poder cuestionan que las personas de ascendencia haitiana seamos dominicanas con iguales derechos e igual dignidad.
Mediante la discriminación racial impuesta por los gobiernos han querido aplastar nuestros derechos y orgullo, poniendo una barrera y levantando muros, como la sentencia 168-13 que ha marcado la vida a muchos jóvenes dominicanos de ascendencia haitiana. Pero no lo lograrán.
La historia de Adriana se parece a la de muchas jóvenes dominicanas de ascendencia haitiana. Su abuela nació en Haití y llegó a la República Dominicana a los 14 años de edad. Desde entonces vivió toda su vida en este país. Sus hijos nacieron aquí y también todos sus nietos incluyendo a Adriana.
Hace 3 años, Adriana terminó el bachillerato y no pudo inscribirse en una carrera ni hacer un curso técnico. Tampoco puede ir al médico sin ser cuestionada y lo más increíble es que no puede andar libremente en el país que la vio nacer sin ser atacada por los agentes de Migración.
Por el simple hecho de que hay un error en su acta de nacimiento con el nombre de su mamá, le han quitado sus derechos. Esto la llena de impotencia. Pasan los años y no puede hacer nada, porque en este país el que no tiene cédula es como si no existiera.
Ella dice, ya es hora alzar la voz y reclamar nuestros derechos, porque estamos cansados de sentirnos inutilizados en nuestro propio país, de sentir que no nos toman en cuenta. Es injusto y no nos vamos a quedar callados.
Y yo me sumo a ella y digo: ¡Basta ya de tanto abuso, somos personas y también corren sangre por nuestras venas, también tenemos sueños y anhelos! ¡Queremos ser vistas como personas con iguales derechos! ¡Basta ya de este racismo gubernamental y estatal!