El 8 de marzo y las mujeres dominicanas de ascendencia haitiana
Por Rosanny Romilis Jiménez
El Día Internacional de la Mujer Trabajadora, que se conmemora cada 8 de marzo, tiene una larga historia relacionada con las luchas contra la explotación y la opresión que sufren las mujeres de la clase trabajadora en todo el mundo. Se conmemoró por primera vez en 1911 y desde 1913 se fijó en el 8 de marzo. La creación de esta jornada se planteó en la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, adquirió una gran fuerza y desde 1975 la ONU la reconoce formalmente.
La opresión y la explotación de las mujeres no es un asunto de un pasado lejano. En nuestro país, las mujeres trabajadoras dominicanas, y especialmente las mujeres de ascendencia haitiana, enfrentamos una situación penosa debido a la discriminación y la negación de nuestros derechos fundamentales. Además de la dura realidad que enfrentamos por ser parte de la clase trabajadora en los sectores rurales y de los barrios populares, las mujeres dominicanas de ascendencia haitiana sufrimos la discriminación al rojo vivo por nuestros orígenes, a manos del Estado y de los gobiernos.
Atravesamos situaciones que de verdad quisiéramos que fueran un mal sueño. Con frecuencia vivimos en bateyes en la extrema pobreza y en barrios marginados a los que solo llegan las promesas de los políticos tradicionales a la hora de ir por los votos, cada cuatro años, y luego son olvidadas. Comunidades sometidas a un cruel y prolongado sufrimiento diario, en las que las mujeres tienen pocas esperanzas, sobrecargadas con el trabajo dentro y fuera del hogar.
Encontrar un empleo es muy difícil, por las trabas al acceso a la educación y por la negación de nuestra documentación como ciudadanas dominicanas. Con frecuencia se consiguen empleos en el trabajo doméstico, recibiendo pagos según se les antoje a los dueños de la vivienda, a pesar de que ya existe un salario mínimo fijado para este sector. Todas las trabajadoras en este país sufren abusos laborales, pero para hijas de inmigrantes haitianos la realidad es peor. Cuando reclamamos nuestros derechos, los empleadores se burlan de nosotras, diciéndonos que “las haitianas no tienen ningún derecho en este país” y otras frases similares. Los gobiernos refuerzan esas ideas racistas con sus políticas.
Vivimos en un país en el que los gobiernos y las élites se niegan a aceptar la diversidad. El libro “La nueva inmigración haitiana” (Silié y otros, 2002), contiene una encuesta que muestra que 63% de las personas dominicanas de ascendencia haitiana tenían padre o madre nacidos en la República Dominicana y un 37% con ambos padres nacidos en Haití. Sin embargo desde 2013 los gobernantes nos tratan como migrantes indocumentadas en la misma tierra que nos vio nacer y crecer. Y esto se refleja también en las relaciones laborales.
Queremos estudiar, pero a pesar de nuestros esfuerzos, el Estado no nos permite obtener documentos para culminar los estudios primarios y secundarios. Para tratar de resolver esta situación, miles de mujeres de ascendencia haitiana nos acogimos a la ruta trazada por la ley 169-14 para la naturalización. Acorraladas por un Estado racista que nos dejó en situación de apatridia luego de la sentencia 168-13, miles de mujeres aceptamos inscribirnos en un plan de regularización con la esperanza de recuperar la nacionalidad en dos años. Han pasado ocho años y aún esperamos por la restitución de nuestra nacionalidad y nuestros documentos, para mejorar nuestra situación y por lo menos evitar que nuestros hijos corran la misma suerte.
Se trata de miles de mujeres con un carnet en las manos, un acta de nacimiento bajo los brazos, nacidas en las regiones, provincias, barrios y bateyes de la República Dominicana, que no conocemos Haití, que nunca hemos ido allí ni conocemos a nadie en Haití.
En el batey, en el barrio estamos, prisioneras angustiadas de esta situación, impotentes, presas del miedo al acudir a los centros de salud de nuestro propio país, ante el peligro de ser desterradas. Cuando acudimos en busca de estos servicios somos atropelladas y maltratadas y muchas veces somos detenidas arbitrariamente a pesar de estar en estado de salud delicado, recién paridas o en estado de gestación, presentando complicaciones o cuidando a niños o algún familiar interno.
El drama para las mujeres de ascendencia haitiana no termina ahí. El escaso número que ha logrado estudiar y prepararse, también somos víctimas, ya que nos ofrecen sueldos por debajo del estándar, somos acosadas sexualmente y discriminadas por ser mujeres negras, pobres, hijas de migrantes y bateyeras.
Hoy en cualquier parte del país, miles de mujeres de ascendencia haitiana sin documentos, frustradas y sin perspectivas, aún esperamos las promesas incumplidas del Estado dominicano y de sus gobernantes luego de la ley 169-14.
Mi llamado final en este glorioso Día Internacional de la Mujer Trabajadora es a que nos sirva para que los grupos feministas, las organizaciones y movimientos de mujeres diversas reflexionemos a fin de fortalecer la unidad de propósitos comunes y ampliar las luchas por los derechos conculcados y negados a la mujer trabajadora dominicana de ascendencia haitiana, como un asunto prioritario. Ninguna mujer será libre hasta que todas seamos libres.